Me habían regalado la entrada, hacía calor, no tenía otra cosa que hacer. Resumiendo: fui a ver El cuento de invierno, de Shakespeare, representado al aire libre en los jardines de P.
El espectáculo me resultó plomífero. La obra es una sarta de disparates dignos de la peor novela de caballería catalana. El decorado parecía la pesadilla de un carpintero loco. El vestuario provenía del saqueo, a oscuras y a toda prisa, de una sastrería teatral. Para colmo los actores, como siempre sucede en Shakespeare, convertían todos los parlamentos en sentencias de muerte y decían buenas tardes como si dijesen «la bolsa o la vida».
Pero al comenzar el segundo acto presencié una escena que me despabiló. La reina Hermiona le pide a su hijo Mamilio que le cuente un cuento.
—¿Alegre o triste? —pregunta el mozalbete.
—Alegre —contesta Hermiona.
—No —dice Mamilio, que no sé para qué le dio a elegir. Un cuento triste es mejor para el invierno. Conozco uno de duendes y aparecidos. Había una vez un hombre que vivía cerca de un cementerio.
Me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar, en el mejor estado de ánimo, aquella historia. Soy loco por los cuentos de fantasmas. Y viniendo de Shakespeare, no sería cualquier cosa.
Inopinadamente ocurrió algo atroz: Mamilio se interrumpe, dice:
—Voy a seguir contándolo en voz baja.
Y con un total desprecio por los espectadores aproximó la boca a la oreja de Hermiona y continuó su relato en voz tan baja que desde la platea era imposible oírlo. Yo no podía creer lo que estaba viendo. Aquello era una burla, una estafa, una tomadura de pelo. Me incorporé en la butaca, intenté protestar, miré a mi alrededor buscando aliados, pero los demás espectadores tenían sangre de horchata y en cambio de secundarme en mis quejas me chistaron y me obligaron a callar. Yo veía todo rojo.
Encima la historia del hombre que vivía cerca de un cementerio debía de ser apasionante porque Mamilio, ajeno a mis protestas, movía los labios con ardor y Hermiona lo escuchaba embelesada, palidecía, se ruborizaba, se le dilataban los ojos. Por más que me esforzase, yo no podía pescar una palabra. Me sentía indignado.
Por algún andamio de la carpintería loca apareció Leontes, marido de Hermiona. Quizá, pensé, el rey obligue a ese chiquilín insolente a contar el cuento en voz alta. Pero el imbécil hizo todo lo contrario: le ordenó a Mamilio que se retirase de escena y desvió el diálogo hacia barullos de los que nada recuerdo.
Esperé, esperé todavía que Mamilio volviese y reanudara el cuento. No sólo no reapareció sino que en el tercer acto me enteré de que había muerto. Candorosamente presumí que algún otro cubriría su defección. Aguanté con estoicismo el tercero, el cuarto, el quinto acto, y del hombre que vivía cerca de un cementerio ni una palabra. La obra se titula El cuento de invierno, durante todo su transcurso no se habla de otro cuento de invierno que el que Mamilio le susurra a Hermiona al oído, esto quiere decir que la obra es una mera excusa para que Mamilio lo cuente, y sin embargo uno debe salir del teatro sin haberlo oído. A mí nadie me toma para el churrete.
Me levanté sin unirme al rebaño de babiecas que aplaudían y me aposté en la calle. Al rato vi que Mamilio, vestido con jeans y una camisa a cuadros, salía del teatro en compañía de dos nobles de Sicilia ahora vestidos, también ellos, como hippies. Caminaron una cuadra, entraron en un restaurante semidesierto y se sentaron a una mesa.
Me presenté ante Mamilio:
—¿Me permite, señor?
Se levantó todo sonriente, la mano tendida.
—¿Usted no es el crítico de…?—empezó, pero yo lo atajé con un ademán.
—No. Soy, sencillamente, un espectador de El cuento de invierno. Estoy aquí para…
Me interrumpió sin el menor miramiento:
—Muchas gracias. Le agradezco su atención.
¿Pero qué creía, ese cretino? ¿Que yo me había acercado para felicitarlo? La vanidad de los actores es aterradora.
—Estoy aquí —le dije, mirándolo como sólo yo sé mirar a sujetos de esa calaña— para que termine de contarme el cuento.
Me escrutó como si yo le propusiese alguna indecencia.
—¿El cuento? ¿Qué cuento?
—El del hombre que vivía cerca del cementerio.
Se me figuró que había palidecido. Estuvo estudiándome todavía durante unos segundos, se volvió hacia sus amigotes (que hablaban entre ellos y comían pan), otra vez me miró a mí. Bajó la voz.
—¿Es una broma?
—Ninguna broma.
—Pero ¿usted se refiere al cuento…?
—Al cuento que no quiso contarnos sobre el escenario. Ensayó una sonrisa, pero tenía la mirada titubeante.
—Pregúnteselo á Shakespeare. Yo no sé cómo sigue el cuento.
—No lo sabe pero se lo contó a Hermiona. Le vi mover los labios.
Ahora sí se había puesto muy pálido. La sonrisa se le desprendió de la boca. Presumo que mi expresión le dio entender que yo no estaba para bromitas.
—Movía los labios pero no decía nada— balbuceó. Hacía camelo.
Lo aferré de un brazo.
—No trate de engañarme. ¿Así que no decía nada? ¿Cree que soy un tonto? No decía nada, y había que ver la cara de Hermiona cuando usted le halagaba el oído.
El brazo empezó a temblarle. Se volvió hacia sus compañeros, que habían dejado de conversar y nos miraban con curiosidad, pareció que iba a decir algo, se arrepintió, otra vez me miró (y en los ojos le vi como un agua turbia y ondulante), susurró:
—No haga escándalo. Salgamos a la calle.
—Después de usted, señor.
Salimos. Caminamos hasta la esquina, doblamos por una calle transversal y ahí nos detuvimos. Era un sitio oscuro y, a esas horas, desierto. Mamilio, muy blanco, me observaba como si yo fuese policía.
—¿Quién es usted? —barbotó.
—Ya se lo dije.
—Créame. Movía los labios pero…
—Repítame a mí lo que le murmuraba a Hermiona al oído.
—Nada. No le murmuraba nada. Se lo juro.
—Es inútil que lo niegue.
Debo de haberlo dicho en un tono intimidatorio porque se puso a jadear. Vi cómo le latían las sienes. Estaba aterrado, pobre. Bien, reconozco que tengo una fisonomía patibularia.
—Por última vez, jovencito. ¿Va a hablar o no va a hablar?
Miró hacia una y otra esquina. Adiviné que tramaba dejarme plantado. Era joven, correría como un loco, yo no podría alcanzarlo y nunca oiría el cuento de invierno. Extraje pues el revólver y lo apunté.
—Lo escucho —dije con laconismo sublime.
El farabute casi se desmaya. Tenía los ojos vidriosos. Grumos de saliva le hervían entre los labios. Al respirar silbaba. Cualquiera lo hubiese creído en pleno orgasmo.
—Aproveché la escena del cuento —tartamudeó, y no le reconocí la voz, había enronquecido de golpe— para confesarle que la quería, que estaba enamorado de ella…. No pude decírselo en otro momento porque siempre hay alguien que puede oírnos… Pero ella no me quiere, se lo juro. Quiere a su marido. ¿Es usted?
Otra vez vi todo rojo. La forma como pretendía salir del paso era vil, canallesca. Aquel idiota seguía mofándose de mí. Para hacerla breve: le descerrajé un balazo en el corazón. Antes de que apareciesen testigos eché a correr. Dos cuadras más adelante tomé un taxi y me fui a casa.
De Falsificaciones de Marco Denevi.