Entre los escritores que han usado del libro de notas
como de un compañero -—-el más complaciente de todos— hay que recordar siempre a Flaubert, que gastó su fecundidad en apuntes y refundiciones de sus obras; hay que recordar al joven Stevenson que —dice él— nunca salía de casa sin dos libros: uno para leer, otro para escribir. Oliver Wendell Holmes, en las páginas que preceden al Autocrat of the breakfast table, nos aconseja apuntar todas las cosas felices que se nos ocurran en la conversación.
En la literatura contemporánea, el principio ha progresado de un modo alarmante. Rémy de Gourmont solía publicar sus libros de notas bajo el nombre griego de Epílogos. Chesterton llama su “cuaderno de notas” a la página que publica en un semanario ilustrado de Londres. Ya no hay quien no escriba para el público artículos de dos o tres líneas. En estética, micro-realismo, y en estilo, monosilabismo. Así va el mundo. Y a juzgar por el aceleramiento de la vida, así como se ha dicho que la revista matará al libro, puede asegurarse que la nota matará al artículo. No se ve, antes de aventurarse en una lectura, si el asunto nos interesa, si la firma nos merece confianza: se ve si ocupa más de tres páginas. Los libros de notas —pulso febril del tiempo— serán la literatura de mañana, y ya casi son la de hoy. También los tratados de filosofía sistemática se van transformando en “ensayos”, palabra del escepticismo. Dice bien el viejo maestro griego: el mundo es como un juego de niños en la arena.
Esta tarea de ir apuntando cada uno de nuestros fugaces pensamientos ofrece el riesgo de todos los “narcisismos”, conduce a la desesperación y a la muerte. Quien a toda hora escribe lo que dice o lo que piensa decir, acaba por considerar la “nota” como el objetivo supremo de su vida, y por enamorarse de todas sus ideícas. Ya no piensa, no habla, no escribe, sino en vista de su libro de notas. Y menos mal si se trata de una mente desordenada, que se regocija en su desorden. Pero si —ayudada de un temperamento metódico, que los hay para todo— la actividad de anotar “evoluciona integrándose por diferenciaciones sucesivas”, como diría Spencer; si la actividad de anotar suscita la de clasificar las notas, y si, en materia de simetrías mentales, el anotador resulta un nuevo Bentham (no sé si alguien ha reparado en esta condición de Bentham), entonces ya es seguro que nuestro hombre se convertirá en la más pesada carga para sus amigos y su familia, en el peor de los necios y el más angustiado de los mortales; en un verdadero Prometeo de la mente, acosado, a una, por los buitres de la derecha y por los buitres de la izquierda. El mundo se le desmenuzará en papelitos llenos de escritura abreviada. Olvidará el comer y el dormir. ¡Ay del que clasifica palabras! (Y figuraos que, en cierto modo, la humanidad nunca ha hecho otra cosa.)
Por eso los hombres de gobierno, los administradores —también en la literatura los hay—, ésos, como los viejos capitanes que se hacían seguir del esclavo historiador, no se toman el trabajo de anotar sus hazañas o sus salidas oportunas, sino que escogen para el caso a Boswell o a Eckermann.
Expliquémonos: hay naturalezas de pelícano, románticas y de sacrificio; alimentan con dolor los hijos de su espíritu. Y hay naturalezas de águila, aves de presa del espíritu, poetas de alegría superior para quienes la felicidad es la belleza. A éstos, como al personaje de Ibsen, los rodean los hombres ofreciéndoles el corazón arrancado a trozos. El Johnson de Londres, el Goethe de Weimar, tenían utilitario el sentimiento. Y Eckermann y Boswell habían nacido para secretarios. Lo que hubiera sido Deleyre para Rousseau, si éste hubiera podido consentir que alguien se le acercase. El semidiós siente, adivina a su adorador, se apodera de él, no le permite ya abandonarlo, lo envuelve como en una red mágica, y se pone a dictarle sus notas.
Si el adorador, como en el caso de Eckermann, es casado, la esposa tendrá que ser una víctima.
Alfonso Reyes
Auspiciaron este post las siguientes empresas:
3 comentarios:
Este post parece estar patrocinado por Moleskine jajaja. Marca de libretas que, cuando uno las compra, anuncia con orgullo dentro de su historial, que eran usadas por Hemingway (que cuando el librero del barrio le dijo que no había más, decidió rascarse la nuca con una escopeta y le salió mal jajaja), Van Gogh (son caras las moleskine y te salen un ojo de la cara, pero Vincent, sin tener un mango encima y queriendo ser original, le entrego al librero la oreja en forma de pago); Piccaso (el muy amarrete le habrá dibujado un chirimbolito al librero y cuando este le pidió que pusiera el gancho le dijo "quiero la libreta, no tu librería entera"); entre otros.Así que ya sabes, si queres ser groso, te compras una moleskine y podés terminar como estos muchachos...
....ya me estoy comprando las viejas libretas de almacenero jajaja
Saludos!
Yo llevo un cuadernito. Posta.
Salvando las distancias, claramente.
R.a.p: Tu comentario es realmente instructivo. Siempre me pregunté por qué en casa no me dejaban rascarme la nuca con la escopeta. Una vez le quise pagar al verdulero con un dibujito, pero nada más me dejó llevar el papel de diario en el que venían los huevos.
Y ahora que ya se como ser groso, agarrensen.
Frestón: Sí, lo sabemos. Pero las distancias están para ser acortadas. Siempre.
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