A Emilio le pareció que aquel traqueteo cuadraba con su dolor. Le infundía aún mayor calma. El hábito literario le hizo pensar en la comparación entre aquel espectáculo y su vida. También allí, en el torbellino —en las olas, cada una de las cuales transmitía a otra el movimiento obtenido por ella misma de la inercia, intento de elevarse que acababa en un desplazamiento horizontal—, veía la imposibilidad del destino. No había culpa, pero sí mucho daño.
Junto a él, un robusto marinero, plantado sólidamente sobre sus piernas cubiertas con grandes botas, gritó un nombre hacia el mar. Poco después, le respondió otro grito; entonces se lanzó hacia un poste cercano, desató un cable que estaba enrollado en torno a él, lo soltó y volvió atarlo. Lenta, casi imperceptiblemente, uno de los mayores quechemarines se alejó de la orilla y Emilio comprendió que había estado atado a una boya cercana para mantenerlo alejado de tierra.
Entonces el robusto marinero adoptó una actitud muy diferente; se había apoyado en el poste, había encendido la pipa y en medio de aquella vorágine disfrutaba de su descanso.
Emilio pensó que su desventura se debía a la inercia de su destino. Si, por una vez en su vida, hubiera tenido que desatar y volver a anudar a tiempo una cuerda, si le hubiesen confiado el destino de quechemarín, aun pequeño, si le hubieran impuesto la obligación de sobrepujar con su voz los clamores del viento y del mar, habría sido menos débil y menos desdichado.
Italo Svevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario