Se avecinaba Navidad y ya era menester sacar de la caja las estatuitas del pesebre, limpiarlas, retocarlas con el pincel, reparar las machucaduras. Era ya tarde, pero don Camilo estaba todavía trabajando en su casa. Oyó golpear a la ventana, y cuando vio que era Pepón fue a abrir.
Pepón se sentó mientras don Camilo volvía a su quehacer. Ambos callaron un largo rato.
–¡Viejo Dios!– exclamó de pronto Pepón rabiosamente.
–¿No se te ocurrió otro sitio que la casa parroquial para blasfemar?– preguntó don Camilo sin alterarse. – ¿No podías hacerlo mientras estabas en el comité?
–¡Ya ni blasfemar se puede en el comité! – masculló Pepón . – Porque también si uno blasfema debe dar explicaciones.
Don Camilo se dedicó a la barba de San José.
–¡En este cochino mundo un hombre de bien ya no puede vivir! – exclamó Pepón al rato.
–¿Y qué te importa? – preguntó don Camilo – ¿Te has vuelto acaso un hombre de bien?
–Siempre lo he sido.
–¡Ah, qué cosa! Nunca me lo habría imaginado.
Don Camilo siguió retocando la barba de San José. Después pasó a retocarle la ropa.
–¿Le falta todavía mucho? – se informó Pepón con enojo.
–Si me das una mano, acabamos pronto.
Pepón era mecánico y tenía las manos grandes como palas y dedos enormes que se doblaban con esfuerzo. Pero cuando alguien tenía que arreglar un cronómetro, tenía que acudir a Pepón . Porque así son las cosas, y justamente los hombrachones están hechos para las tareas minúsculas. Fileteaba la carrocería de los automóviles y los rayos de las ruedas de los carros como uno del oficio.
–¡Es lo que faltaba! ¡Que ahora me meta a pintar santos! –refunfuñó. – ¡No me habrá confundido con el sacristán, supongo!
Don Camilo pescó en el fondo de la caja y sacó una cosita de color rosa, grande como un gorrión, y era precisamente el Niño Jesús.
Pepón se encontró en la mano la estatuita, sin saber cómo, y entonces tomó un pincelito y empezó a trabajar con esmero. Él de un lado de la mesa y don Camilo del otro, sin poder verse las caras, porque había entre ellos el resplandor del candil.
–Es un mundo cochino – dijo Pepón . – Uno no puede confiar en nadie si quiere decir algo. No me fío tampoco de mí mismo.
Don Camilo estaba muy absorbido en su trabajo: había que rehacer todo el rostro de la Virgen. Cosa fina.
–¿Y en mí, tienes confianza? – preguntó don Camilo con indiferencia.
–No lo sé.
–Haz la prueba de decirme algo y así lo sabes. Pepón acabó los ojos del Niño: la cosa más difícil. Después repasó el rojo de los pequeños labios.
–Quisiera plantar todo – dijo. – Pero no se puede.
–¿Quién te lo impide?
–¿Impedírmelo? Agarro una tranca de hierro y mato a un regimiento.
–¿Tienes miedo?
–¡Nunca tuve miedo en la vida!
–Yo sí, Pepón . Algunas veces tengo miedo.
Pepón mojó el pincel.
–Bueno, alguna vez también yo – dijo. Se le oyó apenas.
Don Camilo suspiró.
–La bala me pasó a cuatro dedos de la frente – contó don Camilo. – Si no hubiera echado hacia atrás la cabeza, precisamente en ese instante, quedaba seco. Ha sido un milagro.
Pepón había concluido el rostro del Niño y estaba repasando el color rosa del cuerpo.
–Siento haberle errado – masculló Pepón – Pero estaba demasiado lejos y estaban de por medio los cerezos.
Don Camilo paró de pintar.
–Desde hacía tres noches – explicó Pepón – el Brusco daba vueltas alrededor de la casa de Pizzi para impedir que el otro matase al muchacho. El muchacho debe haber visto al que disparó desde la ventana contra su padre, y el otro lo sabe. Yo, mientras tanto, daba vueltas alrededor de la casa de usted. Porque yo estaba seguro de que el otro sabía que también usted conoce al matador de Pizzi.
–¿Quién es el otro?
–No lo conozco – respondió Pepón . – Lo he visto de lejos acercarse a la ventana de la capillita. Pero no podía tirarle antes de que hiciese algo. Apenas disparó, disparé también yo. Le erré.
–Agradezcamos al Señor – dijo don Camilo. – Sé cómo tiras, y entonces puedo decir que los milagros han sido dos.
–¿Quién será? Sólo usted lo sabe y el muchacho.
Don Camilo habló lentamente:
–Sí, Pepón , lo sé; pero no hay cosa en el mundo que pueda hacerme violar el secreto de la confesión.
Pepón suspiró y siguió pintando.
–Hay algo que no marcha – dijo – parece que todos ahora me miran con ojos distintos. Todos, también el Brusco.
–Al Brusco le parecerá lo mismo, y a los demás también – respondió don Camilo. – Cada cual tiene miedo del otro, y cuando habla parece que cada cual se sintiera siempre obligado a defenderse.
–Y eso, ¿por qué?
–No hagamos política, Pepón . – Pepón suspiró de nuevo.
–Me siento como en la cárcel – dijo sombríamente.
–Siempre hay una puerta para escapar de cualquier cárcel de esta tierra – sentenció don Camilo. – Las prisiones son solamente para el cuerpo. Y el cuerpo cuenta poco.
Ya el Niño estaba concluido, y así, frescamente pintado, rosa y claro, parecía resplandecer en medio de la enorme mano oscura de Pepón .
Pepón lo miró y tuvo la impresión de sentir en la palma la tibieza del cuerpecito. Y se olvidó de la cárcel.
Depositó con delicadeza al Niño rosado sobre la mesa y don Camilo lo puso al lado de la Virgen.
–Mi hijo está aprendiendo el villancico de Navidad – anunció con orgullo Pepón . – Oigo todas las noches a la madre hacérselo repetir antes de que se duerma. Es un fenómeno.
–Lo sé –admitió don Camilo. – También la poesía para el obispo la había aprendido maravillosamente.
Pepón se crispó.
–¡Esa fue una de sus mayores bribonadas! –exclamó. – Esa, usted me la paga.
–Para pagar y para morir siempre hay tiempo. Después, junto a la Virgen inclinada sobre el Niño, puso la estatuita del asnillo.
–Este es el hijo de Pepón , ésta la mujer de Pepón y éste es Pepón – dijo don Camilo, tocando por último al burro.
–¡Y éste es don Camilo! – exclamó Pepón , tomando la estatuita del buey y poniéndola en el grupo.
–¡Bah! Entre animales siempre nos entendemos – concluyó don Camilo.
Saliendo, Pepón volvió a hallarse en la noche oscura del valle del Po, pero ahora estaba tranquilo porque aun sentía en la palma de la mano la tibieza del Niño rosado.
Luego oyó resonarse en los oídos las palabras del villancico, que ya sabía de memoria.
"Cuando, la noche de la víspera, me lo diga, será algo magnífico", se dijo regocijado. "También cuando mande la democracia proletaria, los villancicos habrá que respetarlos. ¡Más bien, hacerlos obligatorios!".
El río corría plácido y lento, a dos pasos, bajo el dique, y también él era una poesía: una poesía empezada cuando había empezado el mundo y que todavía continuaba. Y para redondear y pulir el más pequeño de los miles de millones de guijarros del lecho del río, se habían requerido mil años.
Y solamente dentro de veinte generaciones el agua habrá pulido una nueva piedrecita.
Y dentro de mil años la gente correrá a seis mil kilómetros por hora sobre automóviles a propulsión superatómica. ¿Y para qué? Para llegar a fin de año y quedar con la boca abierta delante del mismo Niño de yeso que, una de las noches pasadas, el camarada Pepón repintó con su pincelito.
Giovanni Guareschi
1 comentario:
Popito, sabes que en navidad me acordé de que en navidad del año pasado descubrí tu blog.
Asi que increiblemente, siendo un completo extraño ocupaste un lugar en mis recuerdos navideños.
Alegrate(?).
Bueno, que decirte? Nada... volví viste? Pasa por mi blog que les estoy mangueando algo a todos :)
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