lunes, 6 de julio de 2015

EL CUENTO DE INVIERNO EN VERANO

 Me habían regalado la entrada, hacía calor, no tenía otra cosa que hacer. Resumiendo: fui a ver El cuento de invierno, de Shakespeare, representado al aire libre en los jardines de P.

  El espectáculo me resultó plomífero. La obra es una sarta de disparates dignos de la peor novela de caballería catalana. El decorado parecía la pesadilla de un carpintero loco. El vestuario provenía del saqueo, a oscuras y a toda prisa, de una sastrería teatral. Para colmo los actores, como siempre sucede en Shakespeare, convertían todos los parlamentos en sentencias de muerte y decían buenas tardes como si dijesen «la bolsa o la vida».

  Pero al comenzar el segundo acto presencié una escena que me despabiló. La reina Hermiona le pide a su hijo Mamilio que le cuente un cuento.

  —¿Alegre o triste? —pregunta el mozalbete.

  —Alegre —contesta Hermiona.

  —No —dice Mamilio, que no sé para qué le dio a elegir. Un cuento triste es mejor para el invierno. Conozco uno de duendes y aparecidos. Había una vez un hombre que vivía cerca de un cementerio.

  Me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar, en el mejor estado de ánimo, aquella historia. Soy loco por los cuentos de fantasmas. Y viniendo de Shakespeare, no sería cualquier cosa.

  Inopinadamente ocurrió algo atroz: Mamilio se interrumpe, dice:

  —Voy a seguir contándolo en voz baja.

 Y con un total desprecio por los espectadores aproximó la boca a la oreja de Hermiona y continuó su relato en voz tan baja que desde la platea era imposible oírlo. Yo no podía creer lo que estaba viendo. Aquello era una burla, una estafa, una tomadura de pelo. Me incorporé en la butaca, intenté protestar, miré a mi alrededor buscando aliados, pero los demás espectadores tenían sangre de horchata y en cambio de secundarme en mis quejas me chistaron y me obligaron a callar. Yo veía todo rojo.

  Encima la historia del hombre que vivía cerca de un cementerio debía de ser apasionante porque Mamilio, ajeno a mis protestas, movía los labios con ardor y Hermiona lo escuchaba embelesada, palidecía, se ruborizaba, se le dilataban los ojos. Por más que me esforzase, yo no podía pescar una palabra. Me sentía indignado.

  Por algún andamio de la carpintería loca apareció Leontes, marido de Hermiona. Quizá, pensé, el rey obligue a ese chiquilín insolente a contar el cuento en voz alta. Pero el imbécil hizo todo lo contrario: le ordenó a Mamilio que se retirase de escena y desvió el diálogo hacia barullos de los que nada recuerdo.

  Esperé, esperé todavía que Mamilio volviese y reanudara el cuento. No sólo no reapareció sino que en el tercer acto me enteré de que había muerto. Candorosamente presumí que algún otro cubriría su defección. Aguanté con estoicismo el tercero, el cuarto, el quinto acto, y del hombre que vivía cerca de un cementerio ni una palabra. La obra se titula El cuento de invierno, durante todo su transcurso no se habla de otro cuento de invierno que el que Mamilio le susurra a Hermiona al oído, esto quiere decir que la obra es una mera excusa para que Mamilio lo cuente, y sin embargo uno debe salir del teatro sin haberlo oído. A mí nadie me toma para el churrete.

  Me levanté sin unirme al rebaño de babiecas que aplaudían y me aposté en la calle. Al rato vi que Mamilio, vestido con jeans y una camisa a cuadros, salía del teatro en compañía de dos nobles de Sicilia ahora vestidos, también ellos, como hippies. Caminaron una cuadra, entraron en un restaurante semidesierto y se sentaron a una mesa.

  Me presenté ante Mamilio:

  —¿Me permite, señor?

  Se levantó todo sonriente, la mano tendida.

  —¿Usted no es el crítico de…?—empezó, pero yo lo atajé con un ademán.

  —No. Soy, sencillamente, un espectador de El cuento de invierno. Estoy aquí para…

 Me interrumpió sin el menor miramiento:

  —Muchas gracias. Le agradezco su atención.

  ¿Pero qué creía, ese cretino? ¿Que yo me había acercado para felicitarlo? La vanidad de los actores es aterradora.

  —Estoy aquí —le dije, mirándolo como sólo yo sé mirar a sujetos de esa calaña— para que termine de contarme el cuento.

  Me escrutó como si yo le propusiese alguna indecencia.

  —¿El cuento? ¿Qué cuento?

  —El del hombre que vivía cerca del cementerio.

  Se me figuró que había palidecido. Estuvo estudiándome todavía durante unos segundos, se volvió hacia sus amigotes (que hablaban entre ellos y comían pan), otra vez me miró a mí. Bajó la voz.

  —¿Es una broma?

  —Ninguna broma.

  —Pero ¿usted se refiere al cuento…?

  —Al cuento que no quiso contarnos sobre el escenario. Ensayó una sonrisa, pero tenía la mirada titubeante.

  —Pregúnteselo á Shakespeare. Yo no sé cómo sigue el cuento.

  —No lo sabe pero se lo contó a Hermiona. Le vi mover los labios.

  Ahora sí se había puesto muy pálido. La sonrisa se le desprendió de la boca. Presumo que mi expresión le dio entender que yo no estaba para bromitas.

  —Movía los labios pero no decía nada— balbuceó. Hacía camelo.

  Lo aferré de un brazo.

  —No trate de engañarme. ¿Así que no decía nada? ¿Cree que soy un tonto? No decía nada, y había que ver la cara de Hermiona cuando usted le halagaba el oído.

  El brazo empezó a temblarle. Se volvió hacia sus compañeros, que habían dejado de conversar y nos miraban con curiosidad, pareció que iba a decir algo, se arrepintió, otra vez me miró (y en los ojos le vi como un agua turbia y ondulante), susurró:

  —No haga escándalo. Salgamos a la calle.

 —Después de usted, señor.

  Salimos. Caminamos hasta la esquina, doblamos por una calle transversal y ahí nos detuvimos. Era un sitio oscuro y, a esas horas, desierto. Mamilio, muy blanco, me observaba como si yo fuese policía.

  —¿Quién es usted? —barbotó.

  —Ya se lo dije.

  —Créame. Movía los labios pero…

  —Repítame a mí lo que le murmuraba a Hermiona al oído.

  —Nada. No le murmuraba nada. Se lo juro.

  —Es inútil que lo niegue.

  Debo de haberlo dicho en un tono intimidatorio porque se puso a jadear. Vi cómo le latían las sienes. Estaba aterrado, pobre. Bien, reconozco que tengo una fisonomía patibularia.

  —Por última vez, jovencito. ¿Va a hablar o no va a hablar?

  Miró hacia una y otra esquina. Adiviné que tramaba dejarme plantado. Era joven, correría como un loco, yo no podría alcanzarlo y nunca oiría el cuento de invierno. Extraje pues el revólver y lo apunté.

  —Lo escucho —dije con laconismo sublime.

  El farabute casi se desmaya. Tenía los ojos vidriosos. Grumos de saliva le hervían entre los labios. Al respirar silbaba. Cualquiera lo hubiese creído en pleno orgasmo.

  —Aproveché la escena del cuento —tartamudeó, y no le reconocí la voz, había enronquecido de golpe— para confesarle que la quería, que estaba enamorado de ella…. No pude decírselo en otro momento porque siempre hay alguien que puede oírnos… Pero ella no me quiere, se lo juro. Quiere a su marido. ¿Es usted?

  Otra vez vi todo rojo. La forma como pretendía salir del paso era vil, canallesca. Aquel idiota seguía mofándose de mí. Para hacerla breve: le descerrajé un balazo en el corazón. Antes de que apareciesen testigos eché a correr. Dos cuadras más adelante tomé un taxi y me fui a casa.

De Falsificaciones de Marco Denevi.

martes, 12 de mayo de 2015

El Paseo Repentino

     Cuando alguien parece haberse decidido definitivamente a permanecer en casa, se ha puesto la bata, se sienta después de la cena a la mesa iluminada y emprende aquel trabajo o juego que, después de concluirse, según la costumbre, implica el irse a dormir; cuando fuera hay un tiempo desapacible, que hace el quedarse en casa algo evidente; cuando se permanece tranquilo tanto tiempo a la mesa que el levantarse e irse produciría asombro; cuando la escalera de la casa está oscura y el portal está cerrado; cuando, no obstante, alguien se levanta de repente a causa de un súbito malestar, se cambia de ropa, aparece en seguida listo para salir a la calle, declara que se va, lo hace después de una corta despedida, cada uno según la velocidad con que cierra de golpe la puerta, y cree dejar detrás un enfado mayor o menor; cuando se vuelve a encontrar en la calle, con los miembros ligeros, gracias a la inesperada libertad que se les ha otorgado; cuando a través de esta resolución siente cómo toda la capacidad de decisión se ha acumulado en su interior; cuando reconoce, con mayor importancia de la acostumbrada, que tiene más fuerza que necesidad de realizar el cambio y soportarlo; y cuando recorre así las calles —entonces esa noche se ha separado del todo de la familia, la cual se torna en algo insustancial, mientras que uno mismo, bien fijo, contorneado de negro, golpeándose detrás de los muslos, se eleva a una figura verdadera.

     Todo se afianza si se busca a un amigo a esas horas de la noche para comprobar qué tal le va.

Franz Kafka

lunes, 20 de abril de 2015

Año electoral


miércoles, 11 de marzo de 2015

El Médico (fragmento)

   Ya en su más tierna juventud, Sun Sí Mo había alcanzado el dominio de todas las ciencias. Vivió durante muchos años apartado en las montañas. Pero cuando el emperador Tai Dsung, de la dinastía Tang, le hizo llamar, volvió. El emperador quería darle un puesto en el gobierno, pero él lo rechazó y ayudaba a los hombres trabajando como médico. Llevaba un anillo de hierro hueco en el que hacía rodar una esfera. La sacudía e iba por los pueblos y ciudades. Cuando venía a verle un enfermo lo curaba en el sitio, incluso aunque estuviera enfermo desde hacía muchos años. Sabía punzar, quemar y sajar, y anulaba los venenos más potentes.
   En una ocasión, llegó a los pies de la montaña del sur. Allí había un tigre monstruoso en medio del camino, que agarrándole del borde de la túnica con sus dientes, movía la cola y parecía querer decir algo.
   «¿Qué te ocurre? —le preguntó el médico—. ¡Enséñamelo!» El tigre abrió sus fauces. Tenía un hueso de ternera en el paladar. Le había producido una herida fea, de modo que no podía tragar. El médico le cerró con su aro de hierro la faringe y con un bisturí bien afilado cortó el hueso y se lo sacó. Luego le puso un emplasto de hierbas en la herida y enseguida estuvo bien. El tigre dio una voltereta de alegría y se marchó.
   En otra ocasión encontró a un anciano que padecía de dolores de vientre. El médico le dio una píldora y le curó la enfermedad. El anciano se inclinó agradecido; luego se convirtió en un dragón y desapareció en el aire. Desde entonces al médico le siguen un dragón y un tigre escondidos.

[...]

   Otra vez llegó a una aldea. Detrás del pueblo había un hombre en la calle que había sido mordido mortalmente por un lobo. Tenía el vientre abierto y los intestinos fuera. Un perro de la aldea se acercó a saltos a comer los restos. El médico mató al perro, le sacó el corazón y el hígado y se los trasplantó al hombre. Luego le hizo una sutura y le dio una pomada. Poco después el hombre volvió en sí.
   Se levantó, miró a su alrededor y le preguntó al médico: «Me sentía cansado y me he echado a dormir un poco aquí. Tenía una bolsa. ¿Por qué me la has robado?».
   El médico le respondió. «Tú no reconoces al que es bueno contigo. Un lobo te había medio comido y te he salvado la vida. ¡Y me tratas de ladrón!»
   Pero el otro no quiso oír nada y le llevó ante el juez. El juez reconoció al médico por su sabiduría y supo por él lo que había ocurrido. Le devolvió su libertad. Pero el otro hombre no estaba contento y armó un gran jaleo. Los esbirros no podían con él. Entonces el médico le roció con una poción mágica y cayó inmediatamente muerto al suelo. Examinaron su cuerpo, vieron que estaba cosido y cuando el juez lo estudió, efectivamente estaban allí el corazón y el vientre del perro. El médico dijo sollozando: «Sólo siento haber matado al perro y tener que cargar con una culpa más».

[...]

De Cuentos Chinos, recopilados por Richard Wilhelm.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Estadística Inútil Nº 834



    Cada argentino conoce por lo menos a tres personas que revenden cosméticos.

viernes, 30 de enero de 2015

martes, 6 de enero de 2015

Tendencia

Si todo sigue igual, en unos meses empezarían a aparecer publicaciones similares a esta en Facebook:


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