sábado, 25 de mayo de 2013

Enea Silvio Carrega

     Estaba claro que en el campo de la hidráulica nuestro tío natural habría podido hacer mucho más. La pasión la tenía, el particular ingenio necesario para esa clase de estudios no le faltaba; pero no sabía realizar: se perdía, se perdía, hasta que todo propósito terminaba en nada, como agua mal encauzada que después de haber avanzado un poco, fuese chupada por un terreno poroso. La razón quizá era ésta: que mientras que a la apicultura podía dedicarse por su cuenta, casi en secreto, sin tener que vérselas con nadie, descolgándose de vez en cuando con un regalo de miel y cera que nadie le había pedido, estas obras de canalización las debía hacer, en cambio, teniendo en cuenta intereses de éste y de aquél, soportando las opiniones y órdenes del barón o de cualquier otro que le encargase el trabajo. Tímido e irresoluto como era, no se oponía nunca a la voluntad ajena, pero pronto se desenamoraba del trabajo y lo abandonaba.
     Se le podía ver a todas horas, en medio de un campo, con hombres armados de palas y azadas, con un metro de caña y la hoja enrollada de un mapa, dando órdenes para excavar un canal y midiendo el terreno con sus pasos, que por ser cortísimos tenía que alargar de manera exagerada. Ordenaba empezar a cavar en un sitio, luego en otro, luego interrumpía, y volvía a tomar medidas. Llegaba la noche y por tanto se suspendía. Era difícil que a la mañana siguiente decidiese reanudar el trabajo en aquel lugar. No se dejaba ver durante una semana.
     De aspiraciones, impulsos, deseos era de lo que estaba formada su pasión por la hidráulica. Era un recuerdo que llevaba en el corazón, las bellísimas y bien regadas tierras del sultán, huertos y jardines en los que debía de haber sido feliz, la única época en verdad feliz de su vida; e iba continuamente comparando los campos de Ombrosa con aquellos jardines de Berbería o Turquía, y tendía a corregirlos, a tratar de identificarlos con su recuerdo, y al ser su arte la hidráulica, en él concentraba este deseo de cambio, y continuamente topaba con una realidad distinta, por lo que quedaba desilusionado. Practicaba también la radiestesia, a escondidas, porque aún estábamos en tiempos en que aquellas extrañas artes podían atraer la fama de brujería. Una vez Cósimo lo descubrió en un prado cuando hacía piruetas sosteniendo una vara bifurcada. Debía de ser también aquello un intento de repetir algo visto hacer a otros y de lo que él no tenía ninguna experiencia, porque nada salió.
     A Cósimo, el comprender el carácter de Enea Silvio Carrega le sirvió para esto: entendió muchas cosas sobre el estar solos que después en la vida le fueron útiles. Diría que llevó siempre consigo la imagen insólita del caballero abogado, como advertencia de aquello en que puede convertirse el hombre que separa su suerte de la de los demás, y consiguió no parecérsele nunca.

Italo Calvino, El Barón Rampante, XI (fragmento)

miércoles, 22 de mayo de 2013

El Viejo Vizcacha del Asgard

De sabio el hombre lo justo tenga,
nunca sabio en exceso;
más bella es la vida de todos los hombres
que saben mucho.

De sabio el hombre lo justo tenga,
nunca sabio en exceso;
pues el alma del sabio rara vez está alegre
si es sabio en demasía.

Sabio a medias ha de ser cada uno,
nunca sabio en exceso;
su destino nadie lo prevea
y su alma no tendrá penas.


                           Fragmento del Hávamál

lunes, 20 de mayo de 2013

Un buen interrogante


     Los dos años que pasó en su casa, luego de su regreso de Stourbridge, los pasó en lo que él pensó haraganería, y fue sermoneado por su padre y su exigencia de aplicación continua. No tenía un plan de vida establecido, ni miraba al futuro, sino que vivía el día a día. Aún leía en una forma desordenada, sin ningún esquema de estudio, a medida que el azar le ponía un libro en el camino, y sus inclinaciones lo dirigían hacia ellos. Él solía mencionar una curiosa anécdota de sus lecturas, de cuando no era más que un niño. Habiendo imaginado que su hermano tenía ocultas algunas manzanas detrás de un enorme manuscrito en un alto estante de la tienda de su padre, el trepó en busca de ellas; pero el enorme manuscrito resultó ser Petrarca, al que había visto mencionado, en algún prefacio, como uno de los restauradores del aprendizaje. Con su curiosidad exaltada por esto, se sentó, y con avidez leyó una gran parte del libro. Lo que él leyó durante esos dos años, me dijo, no eran obras de mero entretenimiento, “ni viajes y travesías, sino toda literatura, señor, todos escritores antiguos, todos viriles; aunque pocos griegos, solo algo de Anacreonte y Hesíodo; pero de esta irregular forma (añadió) he visto muchos libros, que no eran comúnmente conocidos en las universidades, en las que rara vez leen algún libro que no sea los que los tutores ponen en sus manos; de manera que cuando fui a Oxford, el Doctor Adams, ahora maestro del Pembroke College, me dijo que yo era el postulante mejor calificado para ingresar que haya visto.”

     Al estimar el progreso de su mente durante esos dos años, así como en todos los períodos futuros de su vida, no debemos prestar atención a su confesión apresurada de haraganería; como podemos ver cuando se lo explica a si mismo, que estaba aprendiendo de varias fuentes; y en efecto él mismo cierra el tema al decir “no quisiera que piense que no estaba haciendo nada en ese entonces.” Él podría, quizás, haber estudiado más asiduamente; pero se puede poner en duda si una mente como la suya no fue más enriquecida dando un largo paseo por los campos de la literatura que si hubiera sido confinada en un solo lugar. La analogía entre cuerpo y mente es muy general, y el paralelo se mantiene tanto a su alimento como a cualquier otro particular. Se concede que la carne de los animales que se alimentan libremente tiene más sabor que la de aquellos que son puestos a engorde. ¿No podría haber la misma diferencia entre los hombres que leen según sus gustos y los hombres se confinan en claustros y colegios para hacer tareas establecidas?


De La Vida De Samuel Johnson de James Boswell.

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