jueves, 19 de julio de 2012

El Amor

     —En varios poemas y cuentos suyos, Borges, en particular en "El Aleph", el amor es el motivo, o el factor dinámico, digamos, del cuento. Uno advierte que el amor por la mujer ocupa buen espacio en su obra. 
     —Sí, pero en el caso de ese cuento no, en ese cuento iba a ocurrir algo increíble: el Aleph, y entonces quedaba la posibilidad de que se tratara de una alucinación —por eso convenía que el espectador del Aleph estuviera conmovi­do—, y qué mejor motivo que la muerte de una mujer a quien él había querido, que no había correspondido a ese amor. Además, cuando yo escribí ese cuento, acababa de morir la que se llama en el cuento Beatriz Viterbo.
     —Concretamente. 
     —Sí, concretamente, de modo que eso me sirvió para el cuento; ya que yo estaba sintiendo esa emoción, y ella... nunca me hizo caso. Yo estaba, bueno, digamos enamorado de ella, y eso fue útil para el cuento. Parece que si uno cuenta algo increíble tiene que haber un estado de emoción previa. Es decir, el espectador del Aleph no puede ser una persona casual, no puede ser un espectador casual; tiene que ser alguien que está emocionado. Entonces, aceptamos esa emoción, y aceptamos luego lo maravilloso del Aleph. De modo que yo lo hice por eso. Y además, recuerdo lo que decía Wells; decía Wells que si hay un hecho fantástico, conviene que sea el único hecho fantástico de la historia, porque la imaginación del lector —sobre todo ahora— no acepta muchos hechos fantásticos a un tiempo. Por ejem­plo, él tiene ese libro: La guerra de los mundos, que trata de una invasión de marcianos. Esto lo escribió a fines del siglo pasado, y luego tiene otro libro escrito por aquella fecha: El hombre invisible. Ahora, en esos libros todas las circunstan­cias, salvo ese hecho capital de una invasión de seres de otro planeta—algo en lo que nadie había pensado entonces, y ahora lo vemos como posible— y un hombre invisible; todo eso está rodeado de circunstancias baladíes y triviales para ayudar la imaginación del lector, ya que el lector tiende a ser incrédulo ahora. Pero a pesar de haberla inventado, Wells hubiera descartado —viéndola como de difícil ejecu­ción— una invasión de este planeta por marcianos invisi­bles, porque eso ya es exigir demasiado; que es el error de la ficción científica actualmente, que acumula prodigios y no creemos en ninguno de ellos. Entonces, yo pensé: en este cuento todo tiene que ser... trivial; elegí una de las calles más grises de Buenos Aires: la calle Garay, puse un persona­je ridículo: Carlos Argentino Daneri, empecé con la circuns­tancia de la muerte de una muchacha, y luego tuve ese hecho central que es el Aleph, que es lo que queda en la memoria. Uno cree en ese hecho porque antes le han conta­do una serie de cosas posibles, y una prueba de ello es que cuando yo estuve en Madrid, alguien me preguntó si yo había visto el Aleph. En ese momento yo me quedé atónito; mi interlocutor —que no sería una persona muy sutil— me dijo: pero cómo, si usted nos da la calle y el número. Bueno, dije yo, ¿qué cosa más fácil que nombrar una calle e indicar un número? (ríe). Entonces me miró, y me dijo: "Ah, de modo que usted no lo ha visto". Me despreció inmediatamente; se dio cuenta de que, bueno, de que yo era un embustero, que era un mero literato, que no había que tomar en cuenta lo que yo decía (ríen ambos).
     —De que usted inventaba.
     —Sí, bueno, y días pasados me ocurrió algo parecido: alguien me preguntó si yo tenía el séptimo volumen de la enciclopedia de Tlón, Uqbar, Orbis Tertius. Entonces, yo debí decirle que sí, o que lo había prestado; pero cometí el error de decirle que no. Ah, dijo, "entonces todo eso es mentira". Bueno, mentira, le dije yo; usted podría usar una palabra más cortés, podría decir ficción.
     —Si seguimos así, la imaginación y la fantasía van a ser proscriptas en cualquier momento.
     —Es cierto. Pero usted estaba diciéndome algo cuando yo lo interrumpí.
     —Le decía que esa emoción bajo la cual se escribe, en este caso la emoción que encontramos en la tradición platónica, de por sí creativa, aunque en esta época ya no se lo ve así: es decir, se ha rebajado el amor —a diferencia de aquella tradición platónica que elevaba a través del enamoramien­to— a una visión de dos sexos que se encuentran, y que son casi exclusivamente nada más que eso: dos sexos. 
     —Sí, ha sido rebajado a eso.
     —Se ha quitado la poesía de allí.  
     —Sí, bueno, se ha tratado de quitar la poesía de todas partes, la semana pasada me han preguntado en diversos ambientes... dos personas me han hecho la misma pregun­ta; la pregunta es: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte?, ¿para qué sirve el sabor del café?, ¿para qué sirve el universo?, ¿para qué sirvo yo?, ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?
     —Todo está visto en términos utilitarios.  
     —Sí, pero me parece que en el caso de una poesía, una persona lee una poesía, y si es digna de ella, la recibe y la agradece, y siente emoción. Y no es poco eso: sentirse conmovido por un poema no es poco, es algo que debemos agradecer. Pero parece que esas personas no, parece que habían leído en vano; bueno, si es que habían leído, cosa que no sé tampoco.
     —Es que en lugar de conciencia poética de la vida se propone la conciencia sociológica, psicológica...
     —Y política.
     —Y política.
     —Sí, claro, entonces se entiende que la poesía está bien si se hace en función de una causa.
     —Utilitaria.
     —Sí, utilitaria, pero si no, no. Parece que el hecho de que exista un soneto, o de que exista una rosa son incomprensibles.
     —Incomprensibles, pero van a permanecerá pesar de esta moda desacralizadora y despoetizante, digamos.
     —Pero a pesar de eso yo creo que la poesía no corre ningún peligro, ¿no?
     —Por supuesto.
     —Sería absurdo suponer que lo corre. Bueno, otra idea muy común en esta época, es la de que el ser poeta ahora significa algo especial, porque se pregunta: ¿qué función tiene el poeta en esta sociedad y en esta época? Y... la función de siempre: la de poetizar. Eso no puede cambiar, no tiene nada que ver con circunstancias políticas o económi­cas, absolutamente nada. Pero eso no se entiende.
     —Volvemos a la cuestión el utilitarismo. 
     —Sí, se lo ve en términos de utilidad.
     —Es lo que usted me decía hace poco: todo se ve en función de su éxito o falta de éxito; de conseguir aquello que se pretende o no. 
     —Sí, parece que todo el mundo ha olvidado lo que dice un poema de Kipling, que habla del éxito y del fracaso como dos impostores.
     —Claro.
     —Dice que uno debe reconocerlos y enfrentarlos; claro, porque nadie fracasa tanto como cree y nadie tiene tanto éxito como cree. Son impostores realmente el fracaso y el éxito.
     —Cierto. Ahora, volviendo al amor; entre los poetas el amor sigue siendo una vía de acceso, o un camino. 
     —Y debe serlo, cuanto más se extienda a más personas o a más cosas mejor, desde luego. Bueno, no es necesario: basta con que creamos en una persona —esa fe nos mantie­ne, nos exalta, y puede llevarnos a la poesía también.
     —Recuerdo que Octavio Paz decía que contra las diferen­tes modas, y contra los diferentes riesgos que eso le creaba en la sociedad, el poeta siempre defendió el amor. Y creo que es real eso. Pero la otra tradición de la que nos hemos apartado, además de la platónica, es la judeo-cristiana, que propone al amor como el medio de conformación o de estructuración de la familia, y de la misma sociedad. 
     —Bueno, parece que esta época se ha apartado de todas las versiones del amor, ¿no?; parece que el amor es algo que debe ser justificado, lo cual es rarísimo, porque a nadie se le ocurre justificar el mar o una puesta de sol, o una montaña: no necesitan ser justificados. Pero el amor, que es algo mucho más íntimo que esas otras cosas, que dependen meramente de los sentidos; el amor parece que sí: necesita, curiosamente, ser justificado ahora.
     —Sí, pero yo, al referirme al amor, pensaba en la influen­cia que tuvo en su obra como inspiración, y como hilo de varios de sus cuentos y poemas. 
     —Bueno, yo creo que he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre. Pero, desde luego, el pretexto o el tema (ríen ambos) no ha sido el mismo; han sido, bueno, digamos, diversas mujeres, y cada una de ellas era la única. Y es como debe ser, ¿no?
     —Claro. 
     —De modo que el hecho de que cambiaran de apariencia o de nombre no es importante, lo importante es que yo las sentía como únicas. He pensado alguna vez que quizá una persona que esté enamorada vea a la otra tal como Dios la ve, es decir, la ve del mejor modo posible. Uno está enamo­rado cuando se da cuenta de que otra persona es única. Pero, quizá para Dios todas las personas sean únicas. Y vamos a extender esta teoría, vamos a hacer una especie de "reductio ad absurdum": por qué no suponer que de igual modo que cada uno de nosotros es irrefutablemente único, o cree que es irrefutablemente único; por qué no suponer que para Dios cada hormiga, digamos, es un individuo. Que nosotros no percibimos esas diferencias, pero que Dios las percibe.
     —Cada individualidad. 
     —Sí, aun la individualidad de una hormiga, y por qué no la de una planta, una flor; y quizá una roca también, un peñasco. Por qué no suponer que cada cosa es única —y elijo deliberadamente el ejemplo más humilde—: que cada hormiga es única, y que cada hormiga tiene su parte en esa prodigiosa e inextricable aventura que es el proceso cósmi­co, que es el universo. Por qué no suponer que cada uno sirve a un fin. Y yo habré escrito algún poema diciendo esto, pero qué otra cosa me queda sino repetirme a los ochenta y cinco años, ¿no?; o ensayar variaciones, lo cual es lo mismo.
     —Claro, las preciosas variaciones. Pero visto así, como usted lo dice, Borges, el amor puede ser una forma de revela­ción. 
     —Sí: es el momento en que una persona se revela a otra. Bueno, Macedonio Fernández dijo que el... cómo decirlo decorosamente... dijo que el acto sexual es un saludo que cambian dos almas.
     —Qué magnífico eso. 
     —Espléndida frase.
     —Es obvio que él había llegado a una comprensión profunda del amor. 
     —Sí, me dijo que es un saludo, es el saludo que un alma le hace a otra.
     —Naturalmente que en ese caso, como debe ser, el amor precede al sexo. 
     —Claro, está bien, sí, puesto que el sexo sería uno de los medios; y otro podría ser, no sé, la palabra, o una mirada, o algo compartido —digamos un silencio, una puesta de sol compartida, ¿no?— también serían formas del amor, o de la amistad, que es otra expresión del amor, desde luego.
     —Todo lo cual es magnífico. 
     —Sí, y puede ser cierto además, corre el hermoso peli­gro de ser cierto.
     —Sócrates recomendaba llegar a ser expertos en amor, como forma de sabiduría. Naturalmente él se refería a la visión que eleva del amor; la visión platónica. 
     —Sí, se entiende.

De Diálogos de J. L. Borges y Osvaldo Ferrari

1 comentario:

Lunática dijo...

Este diálogo debería estar ilustrado con el único cuento de amor-según la crítica- de Borges: "Ulrica" (en el que también se ve el amor del autor hacia la literatura germánica)

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