domingo, 20 de noviembre de 2011

El Caballero Inexistente, Capítulo VI

     Esta historia que he empezado a escribir es aún más difícil de lo que yo pensaba. Ahora  me toca representar la mayor locura de los mortales, la pasión amorosa, de la que el voto, el claustro y el pudor natural me han librado hasta aquí. No digo que no haya oído hablar de ella: es más, en el monasterio, para ponernos en guardia contra las tentaciones, a veces discurrimos sobre eso, del modo como podemos hacerlo nosotras con la idea vaga que de ello tenemos, y esto sucede sobre todo cada vez que una de nosotras, pobrecita, por inexperiencia queda encinta, o bien, raptada por algún poderoso sin temor de Dios, regresa y nos cuenta todo aquello que le han hecho. Así pues, también del amor, como de la guerra, diré por las buenas lo que consigo imaginarme: el arte de escribir historias está en saber extraer de lo poco que se ha comprendido de la vida todo el resto; pero terminada la página se reanuda la vida y nos damos cuenta de que lo que sabíamos es desde luego bien poco.
     Bradamante, ¿sabía algo más? Después de toda su vida de amazona guerrera, una profunda insatisfacción se había abierto camino en su ánimo. Había emprendido la vida caballeresca por el amor que sentía hacia todo lo que era severo, exacto, riguroso, conforme a una regla moral, y —en el manejo de las armas y de los caballos— a una extrema precisión de movimientos. Y en cambio, ¿qué tenía a su alrededor? Hombrachos sudados, que se dedicaban a hacer la guerra con aproximación y negligencia, y en cuanto estaban fuera del horario de servicio, siempre empinaban el codo o haraganeaban con torpeza detrás suyo para ver a cuál de ellos decidiría llevarse a la tienda esa noche. Porque ya se sabe que la caballería es una gran cosa, pero los caballeros son todos unos bobalicones, acostumbrados a llevar a cabo acciones magnánimas, pero al por mayor, tal como vienen, consiguiendo mantenerse más o menos bien dentro de las sacrosantas reglas que habían jurado seguir, y que, en todo caso, al estar tan bien fijadas, les excusaban del trabajo de pensar. La guerra, ciertamente, en parte es carnicería, en parte rutina, y no hay que fijarse demasiado en menudencias.
     Bradamante no era distinta de ellos, en el fondo; quizá estos deseos suyos de severidad y rigor se le habían metido en la cabeza para contrastar con su verdadera naturaleza. Por ejemplo, si había un perdulario en todo el ejército de Francia, era ella. Su tienda, pongamos por caso, era la más desordenada de todo el campamento. Mientras que los hombres, pobrecitos, se las arreglaban, incluso en los trabajos que se consideran de mujeres, como lavar la ropa, remendarla, barrer el suelo, quitar de en medio lo que no
sirve, ella, educada como una princesa, no tocaba nada, y si no hubiese sido por aquellas viejas lavanderas y fregonas que siempre daban vueltas alrededor de los regimientos —todas rufianas, de la primera a la última— su pabellón habría sido peor que una pocilga. Desde luego, ella nunca estaba allí; su jornada empezaba cuando se ponía la armadura y montaba en silla; y en efecto, en cuanto tenía sus armas encima era otra, toda reluciente desde la punta del yelmo a las grebas, haciendo alarde de las piezas de la armadura más perfectas y nuevas, y con la coraza adornada con cintas azules, ninguna de ellas fuera de su sitio. Con esta voluntad suya de ser la más resplandeciente en el campo de batalla, más que una vanidad femenina expresaba un continuo desafío a los paladines, una superioridad sobre ellos, una altivez. A los guerreros amigos o enemigos les exigía una perfección en el uniforme y en el manejo de las armas que indicara la misma perfección de ánimo. Y si le acontecía encontrar un campeón que le parecía responder en cierta medida a sus pretensiones, entonces se despertaba en ella la mujer de fuertes apetitos amorosos. En esto también se decía que desmentía del todo sus rígidos ideales: era una amante a la vez tierna y furiosa. Pero si el hombre la seguía por ese camino y se abandonaba y perdía el control de sí mismo, ella en seguida se desenamoraba y volvía a ponerse a la busca de temples más duros. Pero ¿a quién encontrar ya? Ninguno de los campeones cristianos o enemigos tenía ya ascendiente sobre ella: de todos conocía las debilidades y sandeces.
     Se ejercitaba en tirar con el arco, delante de su tienda, cuando Rambaldo, que iba buscándola ansiosamente, le vio por primera vez la cara. Vestía una pequeña túnica corta; los brazos desnudos tensaban el arco; el rostro con el esfuerzo estaba un poco hosco; los cabellos estaban atados en la nuca y caían después en una gran cola desparramada. Pero la mirada de Rambaldo no se detuvo en ninguna observación  detallada: vio en conjunto a la mujer, su cuerpo, sus colores, y no podía ser sino ella, aquella a la que, casi sin haberla visto todavía, deseaba desesperadamente; y ya para él no podía ser distinta.
     La flecha salió del arco, se clavó en el palo del blanco en la línea exacta de otras tres que ya había hincado.
     —¡Te desafío con el arco! —dijo Rambaldo corriendo hacia ella.
     Así corre siempre el joven hacia la mujer: pero ¿es realmente amor por ella lo que lo empuja? ¿O es más bien amor de sí mismo, búsqueda de una certeza de que existe que sólo la mujer puede darle? Corre y se enamora el joven, inseguro de sí, feliz y desesperado, y para él la mujer es aquella que con seguridad existe, y sólo ella puede darle esa prueba. Pero la mujer, también ella existe y no existe: hela aquí frente a él,  temblorosa también ella, insegura, ¿cómo puede el joven no entenderlo? ¿Qué importa cuál de los dos es el fuerte y cuál el débil? Son iguales. Pero el joven no lo sabe porque no quiere saberlo: aquella de quien tiene hambre es la mujer que existe, la mujer cierta. Ella, en cambio, sabe más cosas; o menos; sea como fuere sabe cosas distintas; ahora es una distinta manera de ser lo que busca; realizan juntos una competición de arqueros; ella le regaña y no lo considera; él no sabe que es por jugar. A su alrededor, los pabellones del ejército de Francia, los estandartes al viento, las filas de caballos que comen finalmente cebada. Los sirvientes preparan la mesa de los paladines. Estos, esperando la hora de comer, forman corrillos por allí cerca, viendo a Bradamante que tira al arco con el muchacho. Bradamante dice:
     —Das en el blanco, pero siempre por casualidad.
     —¿Por casualidad? ¡Si no fallo ni una!
     —¡Aunque acertaras cien flechas, sería siempre por casualidad!
     —Entonces ¿qué es lo que no ocurre por casualidad? ¿Quién sale airoso que no sea por casualidad?
     Por un extremo del campamento pasaba lentamente Agilulfo; de la armadura blanca colgaba un largo manto negro; caminaba por allí como quien no quiere mirar, pero sabe que lo miran y cree que debe demostrar que no le importa mientras que en cambio sí que le importa, pero de otra forma a como los demás podrían entender.
     —Caballero, ven tú a demostrar cómo se hace... —La voz de Bradamante ya no tenía su habitual tono despreciativo, e incluso su actitud había perdido altivez. Había dado dos pasos hacia adelante en dirección a Agilulfo, tendiéndole el arco con una flecha ya armada.
     Lentamente Agilulfo se acercó, tomó el arco, se echó para atrás el manto, clavó los pies uno delante y otro atrás, y movió hacia adelante brazos y arco. Sus movimientos no eran los de los músculos y los nervios que tratan de aproximarse al punto de mira: él ponía en su lugar unas fuerzas en un orden deseado, fijaba la punta de la flecha en la línea invisible del blanco, movía el arco lo necesario y no más, y tiraba, la flecha no podía más que alcanzar el objetivo. Bradamante gritó:
     —¡Este sí que es un disparo!
     A Agilulfo no le importaba nada, apretaba en sus firmes manos de hierro el arco que aún vibraba; luego lo dejaba caer; se amparaba en el manto, manteniéndolo cerrado con los puños sobre el peto de la coraza; y de este modo, se alejaba. No tenía nada que decir y no había dicho nada.
     Bradamante recogió el arco, lo alzó con los brazos extendidos mientras sacudía su cola sobre la espalda.
     —¿Quién, qué otro podrá tirar con el arco con tanta nitidez? ¿Quién podrá ser preciso y absoluto en todos sus actos como él? —y hablando así pegaba patadas a terrones herbosos, rompía flechas contra las empalizadas. Agilulfo ya estaba lejos y no se volvía; la cimera iridiscente estaba doblada hacia adelante como si caminase inclinado, con los puños cerrados sobre el peto, arrastrando el negro manto.
     De entre los guerreros que se habían juntado por allí, alguno se sentó en la hierba para deleitarse con la escena de Bradamante que desvariaba.
     —Desde que le dio por enamorarse de Agilulfo, desgraciada, no vive tranquila...
     —¿Cómo? ¿Qué habéis dicho? —Rambaldo, cogiendo al vuelo la frase, agarró por un brazo al que había hablado.
     —Eh, pichón, ¡ya puedes hinchar el tórax con nuestra paladina! ¡A ella, ahora, ya sólo le gustan las corazas limpias por dentro y por fuera! ¿No lo sabes que está enamorada como una loca de Agilulfo?
     —Pero cómo puede ser... Agilulfo... Bradamante... ¿Cómo se entiende?
     —Se entiende que cuando una ha satisfecho la apetencia de todos los hombres existentes, la única apetencia que le queda puede ser sólo la de un hombre que no existe en absoluto...
     Para Rambaldo ya se había convertido en una tendencia natural, a cada momento de duda o descorazonamiento, el deseo de localizar al caballero de la blanca armadura. También ahora lo sintió, pero no sabía si era aún para pedirle consejo o ya para enfrentarse con él como un rival.
     —Eh, rubia, ¿no es un poco endeble para la cama? —la increpaban los compañeros de armas. Esta de Bradamante debía de ser una bien triste decadencia: era imposible que antes hubiesen tenido el coraje de hablarle en ese tono.
     —Di —insistían aquellos impertinentes—, y si lo desnudas, luego, ¿a qué echas mano? —y se reían a carcajadas.
     En Rambaldo el doble dolor de oír hablar así de Bradamante y de oír hablar así del caballero y la rabia de comprender que en aquella historia él no tenía nada que ver, que nadie podía considerarlo parte litigante, se mezclaban en un mismo abatimiento.
     Bradamante ahora se había armado de un látigo y empezó a voltearlo en el aire dispersando a los curiosos, y a Rambaldo con ellos.
     —¿Y no creéis que soy lo bastante mujer como para conseguir de cualquier hombre que haga todo lo que debe hacer?
     Aquéllos corrían, chillando:
     —¡Huy! ¡Huy! ¡Si quieres que le prestemos algo nosotros, Bradamá, no tienes más que decírnoslo!
     Rambaldo, empujado por los otros, siguió el cortejo de los guerreros ociosos, hasta que se dispersaron. De regresar con Bradamante ya no tenía deseos; e incluso la compañía de Agilulfo, ahora, le habría resultado molesta. Por casualidad se había encontrado a su lado a otro joven, llamado Torrismundo, hijo pequeño de los duques de Cornualles, que caminaba mirando al suelo, hosco, silbando. Rambaldo siguió caminando junto a este joven que le era casi desconocido. Y como quiera que sentía la necesidad de desfogarse, rompió a hablar.
     —Yo soy nuevo aquí, no sé, no es como creía, todo se escapa, no se llega nunca, no se entiende.
     Torrismundo no alzó los ojos, sólo interrumpió por un momento su sombrío silbido, y dijo:
     —Todo es un asco.
     —Hombre, ves —respondió Rambaldo—, yo no sería tan pesimista, hay momentos en que me siento lleno de entusiasmo, incluso de admiración, me parece entenderlo todo, por fin, y me digo: si ahora he encontrado el ángulo justo para ver las cosas, si la guerra en el ejército franco es toda así, esto es realmente lo que soñaba. En cambio no puedes estar nunca seguro de nada...
     —¿Y de qué quieres estar seguro? —lo interrumpió Torrismundo—. Enseñas, grados, pompas, nombres... Todo es fachada. Los escudos con las hazañas y los emblemas de los paladines no son de hierro: son papel, que lo puedes atravesar de parte a parte con un dedo.
     Habían llegado a una charca. Sobre las piedras de la orilla saltaban las ranas, croando. Torrismundo se había vuelto hacia el campamento e indicaba los estandartes altos sobre las empalizadas con un gesto como si quisiera borrarlo todo.
     —Pero el ejército imperial —objetó Rambaldo, cuyo desahogo de amargura había quedado sofocado por la furia de negación del otro, y ahora trataba de no perder el sentido de las proporciones para volver a encontrar un sitio para sus propios dolores—, el ejército imperial, hay que admitirlo, combate por una santa causa y defiende a la cristiandad contra el infiel.
     —No hay defensa ni ofensa, no hay sentido de nada —dijo Torrismundo—. La guerra durará hasta el final de los siglos y nadie ganará o perderá, nos quedaremos parados unos frente a otros para siempre. Y sin los unos los otros no serían nada, y a estas alturas tanto nosotros como ellos hemos olvidado por qué combatimos... ¿Oyes estas ranas? Todo lo que hacemos tiene tanto sentido y tanto orden como su croar, su saltar del agua a la orilla y de la orilla al agua...
     —Para mí no es así —dijo Rambaldo—, para mí, al contrario, todo está demasiado encasillado, regulado... Veo la virtud, el valor, pero es todo tan frío... Que haya un caballero que no existe, te lo confieso, me da miedo... Y sin embargo lo admiro, es tan perfecto en todo lo que hace, da más seguridad que si existiera, y casi —enrojeció— comprendo a Bradamante... Agilulfo es sin duda el mejor caballero de nuestro ejército...
     —¡Bah!
     —¿Cómo bah?
     —También él es una ilusión, peor que los demás.
     —¿Qué quieres decir con ilusión? Todo lo que hace, lo hace en serio.
     —¡Nada! Todo son cuentos... No existe ni él, ni las cosas que hace, ni las que dice, nada, nada...
     —Pero entonces, ¿cómo se las apañaría, con la desventaja en que se encuentra respecto a los demás, para ocupar en el ejército el puesto que ocupa? ¿Sólo por el nombre?
     Torrismundo permaneció un momento en silencio, luego dijo bajito:
     —Aquí hasta los nombres son falsos. Si quisiera haría que todo se fuera al cuerno. No nos queda ni la tierra en que posar los pies.
     —Pero entonces, ¿no hay nada que se salve?
     —Quizá. Pero no aquí.
     —¿Quién? ¿Dónde?
     —Los caballeros del Santo Grial.
     —¿Y dónde están?
     —En los bosques de Escocia.
     —¿Los has visto?
     —No.
     —¿Y cómo tienes noticias de ellos?
     —Lo sé.
     Callaron. Se oía sólo el croar de las ranas. A Rambaldo le estaba entrando miedo de que aquel croar lo dominase todo, lo ahogase también a él en un verde, viscoso, ciego latir de branquias. Pero se acordó de Bradamante, de cómo había aparecido en la batalla, con la espada alzada, y toda esta turbación estaba ya olvidada: no veía llegar la hora de batirse y llevar a cabo proezas ante sus ojos de esmeralda.

Italo Calvino

2 comentarios:

Gabriel I. dijo...

Hace unos 7 años me regalaron una... ejem... copia... de este relato, y a decir verdad pasó a ser uno de mis textos de cabecera.

Bien por citarlo!

Mr. Popo dijo...

Es un gran libro. Ademas el estado de animo con el que lo leí hizo que resonara en mí con más fuerza de lo que lo hubiera hecho en otra ocasión.

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