miércoles, 27 de julio de 2011

15

     Esta vez vino bastante rápido. Sus movimientos eran pequeños, veloces y decididos. Había una de esas delgadas y brillantes sonrisas en su cara. Apoyó su bolso con firmeza, se sentó en la silla frente al escritorio y siguió sonriendo.
     —Muy amable de su parte al esperarme —dijo—. Apuesto a que no ha cenado todavía.
     —Error —dije—. Cené. Ahora estoy tomando whisky. ¿Usted no aprueba que la gente tome whisky, no es así?
     —Por cierto que no.
     —Mejor así —dije—. Tenía la esperanza de que no hubiera cambiado de opinión. —Puse la botella sobre el escritorio, y me serví otro trago.
     Tomé un sorbo y le dirigí un brindis.
     —Si sigue con eso no estará en condiciones de escuchar lo que tengo que decirle —afirmó en tono cortante.
     —Ah, sí, sobre ese crimen —dije—. ¿Alguien conocido? Ya veo que la asesinada no es usted... todavía.
     —Por favor, no sea innecesariamente desagradable. No es culpa mía. Usted dudó de mí por teléfono, así que tuve que convencerlo. Es cierto que Orrin me llamó. Pero no quiso decirme dónde estaba ni qué estaba haciendo. No sé por qué.
     —Quería que usted lo averiguase por su cuenta —dije—. Está formando el carácter de su hermana.
     —Eso no es gracioso. Ni siquiera es inteligente.
     —Pero tendrá que admitir que es desagradable —dije—. ¿A quién mataron? ¿O eso es un secreto también?
     Jugueteó un poco con el bolso, no lo suficiente como para superar su incomodidad, porque no estaba tan incómoda. Apenas lo necesario como para obligarme a tomar otro trago.
     —A ese hombre horrible en la pensión. El señor... señor... Olvidé el nombre.
     —Olvidémoslo ambos—dije—. Hagamos algo juntos por una vez.
     Metí la botella en el cajón del escritorio y me puse de pie.
     —Mire, Orfamay, no le pregunto cómo sabe todo esto. O más bien cómo lo sabe Orrin. O si él lo sabe. Usted lo ha encontrado. Es lo que quería que hiciera yo. O él la encontró a usted, que equivale a lo mismo.
     —No es lo mismo —exclamó—. En realidad no lo he encontrado. No quiso decirme dónde está viviendo.
     —Si es algo parecido a la pensión donde vivía, no puedo culparlo por mantener el secreto.
     Apretó los labios en un gesto de disgusto:
     —En realidad no quiso decirme nada.
     —Es que no hay nada que decir, apenas algunos asesinatos —dije—. Trivialidades de ese estilo.
     Soltó una risita con burbujas.
     —Dije eso sólo para asustarlo. En realidad no sé de nadie que haya sido asesinado, señor Marlowe. Usted se mostraba tan frío y distante. Pensé que ya no querría ayudarme más. Así que lo inventé.
     Aspiré un par de veces y me miré las manos. Estiré los dedos lentamente. Después me puse de pie. No dije nada.
     —¿Está enojado conmigo? —preguntó con timidez, haciendo un pequeño círculo sobre el escritorio con la punta del dedo.
     —Debería abofetearla —dije—. Y deje de hacerse la inocente. O las bofetadas no se las daré en la cara.
     —¡Cómo se atreve!
     —Eso ya me lo había dicho —dije—. Me lo dijo demasiadas veces. Cállese y váyase de aquí. ¿Cree que disfruto asustándome a muerte? Ah... aquí tiene esto. —Abrí el cajón, saqué sus veinte dólares y se los tiré en la cara. —Llévese este dinero. Haga una donación a un hospital o a una fundación de investigaciones científicas. Me pone nervioso tenerlo aquí.
     Tomó automáticamente el dinero. Detrás de los anteojos, tenía los ojos redondos y asombrados.
     —Vaya —dijo, cargando el bolso con una especie de dignidad ofendida—. Le aseguro que no sabía que se asustaba tan fácil. Pensé que era un duro.
     —Eso no es más que actuación —gruñí, dando la vuelta al escritorio. Se inclinó en la silla apartándose de mí. —Sólo soy duro con las niñitas como usted que no dejan que las uñas les crezcan demasiado. Por dentro soy todo blando. —La tomé del brazo y la obligué a ponerse de pie. Echó la cabeza atrás. Sus labios se entreabrieron. Estaba fatal con las mujeres ese día.
     —Pero encontrará a Orrin para mí, ¿lo hará? —susurró—. Fue todo una mentira. Todo lo que le dije fueron mentiras. No me llamó. Yo... no sé nada.
     —Perfume —dije, oliendo—. Vaya, la pequeña seductora. Se puso perfume detrás de las orejas... ¡para mí!
     Asintió con su pequeño mentón. Los ojos se le humedecían.
     —Sáqueme los anteojos —susurró—. Philip. No me molesta que tome un poco de whisky de vez en cuando. De veras que no.
     Nuestros rostros estaban a unos quince centímetros de distancia. Tenía miedo de sacarle los anteojos. Podría haberme confundido y darle un tirón de la nariz.
     —Sí —dije con una voz que sonó como la de Orson Welles con la boca llena de maníes—. Lo encontraré para ti, querida, si todavía está vivo. Y gratis. No te cobraré un centavo, ni siquiera para gastos. Sólo te preguntaré una cosa.
     —¿Qué, Philip? —preguntó suavemente y abrió los labios un poco más.
     —¿Quién es la oveja negra de tu familia?
     Se apartó de mí con el movimiento sobresaltado que habría tenido un cervatillo al ver al cazador. Me miró fijo, con cara de piedra.
     —Me dijo que Orrin no era la oveja negra de la familia, ¿recuerda? Lo subrayó especialmente. Y cuando mencionó a su hermana Leila, me dio la impresión de que pasaba por encima, como si el tema resultara penoso.
     —No... no recuerdo haber dicho nada de eso —dijo muy lentamente.
     —Eso me parecía -—dije—. ¿Qué nombre usa su hermana Leila en el cine?
     —¿Cine? —dijo en tono vago—. Ah, ¿se refiere a las películas? Yo nunca dije que ella actuara en el cine. Nunca dije nada de ella.
     Le dirigí mi vieja sonrisa torcida. En un instante, ella hervía de rabia.
     —No se meta con mi hermana Leila —me escupió—. No haga sucias insinuaciones sobre mi hermana Leila.
     —¿Qué sucias insinuaciones? —pregunté—. ¿O quiere que adivine?
     —En lo único que piensa es en la bebida y las mujeres —gritó—. ¡Lo odio! —Corrió a la puerta, la abrió de un tirón y salió. Siguió corriendo por el pasillo.
     Volví atrás del escritorio y me derrumbé en el sillón. Una chica muy extraña. De veras muy extraña. Al cabo de un rato el teléfono volvió a sonar, por supuesto. Al cuarto timbrazo apoyé la cabeza en una mano, tomé el tubo y me lo llevé a la cara.
     —Servicios fúnebres El Ultimo Consuelo —dije.
     Una voz femenina tartamudeó:
     —¿Qué-é? —y estalló en una carcajada. Era un chiste habitual entre la policía hacia 1921. Qué ingenio. Afilado como el pico de un ruiseñor. Apagué las luces y me fui a casa.

De La Hermana Menor, de Raymond Chandler.

3 comentarios:

Realmentealpedo dijo...

Me gustó, la verdad es que leí poco de este autor (me compré un librito de página 12 que traía algunos cuentos de él). Uno de mis favoritos fue el de Catedral (cuento perfecto para Sábato jajaja).

Saludos!

Realmentealpedo dijo...

Fe de ratas: Leí Raymond y automáticamente asumí que era Carver (autor de catedral) jaja. Habrá que hacer una estadística si hay relación entre en el nombre y la profesión de escritor. Señora si usted le pone a su hijo Raymond, ya lo está condicionando para que sea escritor?

Saludos!

Mr. Popo dijo...

Es curioso, pero una vez me pasó lo opuesto, leí Raymond y asumí que hablaban de Chandler.
Esa estadística vale la pena hacerla. Yo creo que parejito con escritor viene "tipo al que todos aman".
BTW, hace un montón que Sábato no actualiza su Tweeter...

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