jueves, 31 de mayo de 2012

Desvelo


... Y sin duda, ella no era la única en desvelarse. Estaba segu­ra de que en el mismo momento en que el miedo la des­pertó como si un espectro maligno y vengador llamara a la puerta, miles de hombres y de mujeres se incorporaban en la cama preguntándose si todo estaba bien, si habían hecho lo correcto, si merecían la paz o si esa llamada no anunciaba un castigo por la indignidad de sus actos. 
     Era normal. Se había dicho más de una vez que uno nace solo y muere solo pero vive ensamblado en el mo­delo de otros. Amar, comer, vestirse, trabajar, un armazón que a cierta edad se endurece y sofoca. Cruzado de inte­rrogantes, de resquicios donde se filtran las dudas. Qui­zá. Posiblemente. En otras circunstancias. Miles y miles o millones de insomnes estarían repasando la trama con dedos temblorosos en busca de la oportunidad perdida, de la oportunidad tomada pero falsa, del desgarro en la tela por donde había caído la preciosa certidumbre del bien. Envidió a esos miles y miles o millones que, en Bue­nos Aires, en Bangkok, en Roma, en aldeas y pueblos y ca­seríos, en playas, en montañas, en desiertos, en la miseria, en la mediocridad, en el lujo, en el éxito, buscarían a su modo los miles y miles o millones de consuelos creados por otra multitud. La religión, eterna madre pródiga, la costumbre, legislando desde el pasado, la ira y sus chivos expiatorios. Y el sueño llegaría de distintos caminos co­mo una mano sobre la frente, alisando las preocupacio­nes, trayendo en su caricia el sencillo mandato de volver a la cama y de dormir.

Fragmento de El ojo de la iguana de Vlady Kociancich

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